L’Ape musicale

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Turandot sin final

por José Noé Mercado

“Sus obras puede que estén acabadas, pero

lo que es seguro es que no están comenzadas”

James Abbott McNeill Whistler

2024 es un año de efemérides líricas notables. Además del 160 aniversario natal del compositor alemán Richard Strauss (75 de su fallecimiento) y los 150 años del nacimiento de su libretista referencial: el poeta y dramaturgo austríaco Hugo von Hofmannsthal, el universo operístico conmemora un siglo de la muerte de Giacomo Puccini (Lucca, 22 de diciembre de 1858 – Bruselas, 29 de noviembre de 1924), piedra angular y acaso postrera de la escuela italiana clásica.

Su catálogo incluye doce óperas que, entre otras vertientes, transitan por la fantasía, la escisión emotiva, el exotismo oriental y americano o, desde luego, el drama sentimental, la comedia satírica y la crudeza del realismo.

Turandot, la última de ellas, inconclusa y completada por Franco Alfano, fue estrenada de manera póstuma el 25 de abril de 1926, en la Scala de Milán. La resolución de esta obra que cuenta con libreto de Giuseppe Adami y Renato Simoni con base en un relato de Carlo Gozzi, por supuesto, siempre podrá agruparse dentro del arte non finito, pero eso no ha impedido que haya intentos por darle no sólo un desenlace a la partitura y a su historia, sino también apego estilístico, congruencia dramática y tejido psicológico a su argumento y personajes.

Pero ya desde el primer intento hubo objeciones. El legendario director Arturo Toscanini desaprobó la propuesta inicial de Alfano y la segunda (a interpretarse a partir de la segunda función) no fue interpretada en el estreno. El concertador detuvo la ejecución en la última línea compuesta por Giacomo Puccini, verbalizándolo de esa manera al público asistente.

Desde entonces y hasta la fecha, numerosos compositores han tocado el gong para intentar la misión de concluir Turandot, corriendo en general la misma suerte (el descabezamiento de sus propuestas) que los aspirantes a la mano de la princesa china de hielo y muerte, protagonista de este cuento de raíces persas.

Luciano Berio, Janet Maguire, Hao Weiya, Anton Coppola o el ganador del Grammy Christopher Tin —el empeño más reciente, estrenado en mayo de 2024 en la Ópera Nacional de Washington—, han intentado diversos finales para la ópera, incluso —como en el caso de Tin, quien colaboró con Susan Soon He Stanton, aclamada guionista de Succesion, serie de HBO—, reescribiendo parte del libreto, lo que desde el punto de vista creativo parecería lo más propicio.

Y nada de ello es un insulto o una traición a Puccini como lo sugieren los programadores teatrales —historicistas o conservadores— de la Turandot a la usanza del estreno dirigido por Arturo Toscanini. Es decir, inconclusa; como si dejarla incompleta fuera en sí mismo muestra de respeto y homenaje y no desconcierto al público no enterado o franco provincianismo.

En el caso de la Scala de Milán y otros teatros de abundante tradición y producción operística —con los que incluso laboró Puccini— el asunto se complica, ya que puede leerse no sólo como una propuesta alejada del snobismo, sino un uso y costumbre específico, que desde luego no le viene bien a cualquier compañía de acuerdo a su historia y a la comunidad a la que se dirige, sobre todo si ofrece escasa actividad y limitada exposición anual a su público, como ocurre en México.

Lo cierto es que la Compañía Nacional de Ópera de Bellas Artes, encabezada por la soprano María Katzarava, optó por la versión inconclusa de Turandot para conmemorar el centenario luctuoso de Puccini, en cuatro funciones de una nueva producción a presentarse los días 23, 25, 27 y 30 de junio.

A partir de esta puesta en escena firmada por el director español Ignacio García —una producción en esencia muy similar a la que sustituyó—, el público pudo comprobar que la falta de desenlace de esta historia deja una enorme frustración para quien ha seguido la trama durante más de dos actos, además de que el anticlímax distorsiona el sentido dramático de lo que sí escribió el compositor y sus libretistas, al grado de que la princesa china epónima de la obra pierde su protagonismo, cediéndoselo a la esclava Liù.

Las actitudes, las palabras y las acciones de Turandot, tanto como las del príncipe Calaf —incluso las del implacable verdugo imperial Pu-Tin-Pao, quien se conmueve con el suicidio de la sierva, se quita la capucha y entrega su arma en un viraje cursi de arrepentimiento y redención—, ya no tienen sentido. ¿Todo para qué?

La propuesta escénica, como en la producción anterior de este teatro, se basa en una pantalla al fondo donde se proyecta la luna, colores y algunos otros elementos como el gong e incluso un par de títeres alusivos a la princesa Turandot; y una omnipresente escalinata, esta vez dispuesta con un eje diagonal cargado a la derecha del público, lo que por momentos las acciones dieron una espalda parcial al sector izquierdo del teatro y obligó a que algunos solistas cantaran ciertos pasajes hacia el fondo del escenario y no al patio de butacas.

Otros conceptos particulares del montaje —escenografía de Jesús Hernández, iluminación de Ángel Ancona, vestuario de Carlo Demichelis y Jerildy Bosch, con movimiento escénico de Rodrigo Vázquez Maya— fueron, por ejemplo, el rompimiento de la cuarta pared durante el aria “Nessun dorma”, cuando integrantes del coro llegaron a la Luneta-2 con lámparas para cantar sus líneas o que Liù le soplara al menos una respuesta a Calaf durante la escena de los enigmas. ¿Esa marrullería no debería ser descalificación automática y muerte al príncipe ignoto y a la esclava?

Aunque el Coro del Teatro de Bellas Artes preparado por Jorge Alejandro Suárez —con participación del Grupo Coral ÁGAPE que dirige Carlos Alberto Suárez— tuvo una participación vocal destacada al tratarse de un repertorio y una obra que sus integrantes conocen en su intención y color, su movimiento fue algo errático, lo que se percibió más en los cuadros solemnes y hasta hieráticos donde con movimiento libre —sin quietud o por el contrario sin coreografía— la agitación dispar del vestuario Hanfu restó limpieza y orden a la escena.

Si lo señalado sobre la versión inconclusa presentada de la obra restó protagonismo a Turandot y a Calaf, el desempeño vocal mostrado por sus intérpretes se los quitó por completo. La soprano canadiense Othalie Graham ofreció un canto condicionado por la estridencia y un ensanchado trémolo, que descolocó su brillante color metálico, dificultó el control del volumen y los matices expresivos. En 2012, Graham interpretó este mismo rol en Monterrey, Nuevo León, con gallardía y credenciales decorosas, pero esta vez, doce años después, su participación resultó ya muy poco gratificante.

El tenor mexicano Héctor López brindó un insuficiente Calaf, personaje y desafío vocal que no pudo rellenar ni con el sobreesfuerzo de su emisión. El cantante, que en sus inicios abordaba repertorio belcantista como el Conde Almaviva de Il barbiere di Siviglia de Gioachino Rossini, parece que dio un salto demasiado grande a las ligas dramáticas o spinto que deja al descubierto sus límites y limitaciones. Y no porque su canto y técnica acusen defectos mayores, sino porque claramente está fuera de repertorio y no lo percibe. Además de recargar el color de su voz —una imitación incluso de postura del legendario Mario del Monaco, sin serlo ni parecerlo—, estrangula su instrumento y, sin fiato para el fraseo generoso o la zona alta, pierde la oportunidad de abordar el rol de acuerdo a sus propias características mucho más ligeras que las que intenta mostrar.

Mucho más reconfortante resultó escuchar a la soprano Leticia de Altamirano en el personaje de Liù. Con un canto lírico saludable y un timbre grato —en un registro medio, lo que significa que cuando aborda repertorio más agudo luce mayor brillo y armónicos—, sin olvidar la condición de mártir en la que su personaje concluye la versión inconclusa de la ópera, Altamirano se llevó la función y los aplausos nutridos del público algo desorientado.

Entre el resto del elenco, podrían destacarse las intervenciones del tenor Álvaro Anzaldo (Altoum-Príncipe persa) y la del bajo Jesús Ibarra (Timur). Ping, Pang y Pong fueron encomendados al barítono Hugo Barba, el tenor Gerardo Rodríguez y el tenor José Luis Rodríguez, respectivamente, beneficiarios del Programa de Residencias Artísticas en Grupos Estables del Inbal.

Luego de su veto en el recinto —impuesto durante varios años en administraciones anteriores—, el maestro mazatleco Enrique Patrón de Rueda volvió al foso con su característico entusiasmo y la sobrada experiencia lírica que lo distingue. Si bien la orquesta no enfatizó particularmente los colores exóticos en su sonido, logró un acompañamiento estable que brindó soporte a los solistas —lo cual no fue un reto menor ante las condiciones dichas de los protagonistas— y pasajes vibrantes donde la música de Puccini se impone a los ocurrentes moches o añadidos que nunca faltan.


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